Hay canciones que resultan un tanto inoportunas. Y hay canciones que incomodan tanto… que el FBI decide intervenir.
Strange Fruit, interpretada por Billie Holiday en 1939, no fue solo una canción. Fue un puñetazo directo al estómago de Estados Unidos. Habla de los linchamientos de afroamericanos en el sur del país. Del racismo que se vestía de legalidad. De cuerpos colgados de los árboles como si fueran —en palabras de la propia letra— fruta extraña.
Imagina eso en una sala de jazz elegante, con la orquesta callada, las luces bajando y la voz de Billie saliendo como un susurro roto. No hacía falta más. Cada verso era una acusación.
El autor de la letra fue Abel Meeropol, un profesor blanco comunista que escribió el poema tras ver una fotografía de un linchamiento. Holiday lo convirtió en canción… y en condena. No tardó en volverse incómoda.
Demasiado incómoda.
Tanto, que el mismísimo FBI se obsesionó con Billie. Le prohibieron cantarla. Le retiraron el permiso para actuar en clubes. La acosaron durante años. Todo porque no podían permitir que una mujer afroamericana, con afición a las drogas, independiente y famosa, diera voz al dolor que ellos intentaban ocultar.
Pero Billie siguió. No siempre, no en todas partes, pero siguió. Hasta el final. En su última actuación con vida, volvió a cantar Strange Fruit. Como si necesitara dejarlo claro una vez más: el arte puede ser más peligroso que cualquier arma.
Moraleja: cuando una canción molesta al poder, es porque está diciendo la verdad.